La coquetería: juego con exigencias

 

Mostrarse y ofrecerse negándose al mismo tiempo, es la forma típica de la coquetería. Eminente pero no exclusivamente femenina, exterioriza una realidad más profunda. Se vincula al desarrollo de técnicas de seducción; a la posibilidad de manipular la expresión de deseos e intenciones; a una particular forma de juego; a cierta idea de arte. En fin: alude a una característica constitutiva de la persona que es la reserva e incomunicabilidad de sus más íntimos resortes.

En este momento en que la industria de la cosmética es la segunda en ventas en el mundo después de la de armamentos, en que la moda propone mostrar más y más el cuerpo femenino, que son cada vez más numerosas las personas que se someten a cirugía estética con necesidad o sin ella, y que pareciera que hay más franqueza en las relaciones entre los sexos, resulta imprescindible echar una mirada sobre lo que es la coquetería y su afín, la seducción.

Nos preguntamos qué hay detrás del coqueteo. ¿Es siempre una manifestación de frivolidad? Si el juego de la coqueta se realiza con otra persona, ¿implica eso tomar a tal persona como objeto? Si hay una libertad de coquetear, ¿hay también un límite? Sin duda, coquetear da un toque de interés y hasta de excitación a la aproximación entre hombre y mujer. ¿Hay algo que aconseje renunciar a hacerlo? Cuando los términos en que se realizan las relaciones entre los sexos han cambiado tanto, ¿hay otra cosa para proponer? ¿Cabe una lectura desde los valores?

Recurrimos a las reflexiones de George Simmel, André Maurois y Aurelio Arteta para realizar luego nuestra propia lectura.

De acuerdo con Simmel, detectamos que el coqueteo está presente en muchas otras instancias de las relaciones entre personas. Arriesgamos entonces una aplicación posible en el campo político.

Tratamos de demostrar que, si bien no hay fundamento para rechazar la coquetería en términos absolutos, es necesario poner ciertos condicionamientos y es legítimo proponer formas de relación más respetuosas de la libertad de la otra persona involucrada. En cuanto a la dimensión política, los condicionamientos son algo más severos.

Dice el Diccionario de la Real Academia Española que coquetear es tratar de agradar por mera vanidad con medios estudiados. La palabra ‘coqueta’ proviene del francés coquette, de coq, gallo. La imagen habla por sí misma.

Ese mostrarse tratando de agradar es esencialmente femenino aunque ahora también los hombres están prestando creciente atención a su apariencia. Pero la definición de tan autorizada fuente no contempla el otro elemento que hace a la coquetería: el ocultarse al mismo tiempo. En efecto, el sociólogo y  filósofo alemán George Simmel (1858-1918), autor del clásico ensayo Filosofía de la Coquetería[1], sostiene que

“Lo propio y peculiar de la coquetería es producir el agrado y el deseo por medio de una antítesis y síntesis típicas, ofreciéndose y negándose simultánea y sucesivamente, diciendo sí y no “como desde lejos”, por símbolos e insinuaciones, dándose sin darse, o, para expresarnos en términos platónicos, manteniendo contrapuestas las posesión y la no posesión, aunque haciéndolas sentir ambas en un solo acto” (Pág. 12).

Simmel comienza aludiendo a la definición platónica del amor como un estado intermedio entre el poseer y el no poseer. El amor se extinguiría entonces al obtener la posesión de su objeto, convirtiendo el caudal de sus energías o bien en goce, o bien en tedio. Sin embargo, aclara que cuando el amor arraiga en lo más profundo del alma, la alternancia entre posesión y no posesión representa solamente una forma de exteriorización superficial. “La esencia del amor –el deseo no es más que apariencia manifestadora- no se anula cuando el amor se sacia”.

Cualquiera fuere el sentido del afán posesivo, dice el filósofo, ya el elemento definitivo o el ritmo ondulante que se cierne sobre ese elemento final, el asunto es que cuando el objeto es una mujer y el sujeto un hombre, el afán de posesión se desarrolla sobre un hecho psíquico característico: el “agrado”. El “agrado” es la fuente que alimentará la posesión y la no posesión, tanto si el juego entre esos extremos deviene en placer o dolor, o si genera deseo o temor.

Pero sucede que la relación puede invertirse: no sólo puede ser valioso para nosotros el objeto que nos agrada sino que, si un objeto resulta particularmente difícil y valioso por algún motivo, puede ocurrir que por eso nos produzca agrado. El precio que pagamos por algo no está determinado solamente por el hecho de que nos resulta atractivo; puede ocurrir que si el precio es elevado o casi imposible de pagar, si exige sacrificio y esfuerzo, es ese precio lo que hace atractiva y deseable la cosa. Esta desviación psicológica es la que crea el marco, en las relaciones entre hombre y mujer, para la forma típica de la coquetería.

La coqueta “quiere agradar”. Pero aunque una mujer despliegue innumerables recursos para lograr agradar, no por eso está practicando coquetería. De acuerdo a la definición, hace falta que además de exhibir sus medios para agradar, tiene que sugerir que es muy difícil obtener lo que ofrece. Tiene que hacer que el hombre perciba al mismo tiempo la posibilidad de ganar y de no ganar.

La esencia de la coquetería, según Simmel, sería la siguiente: donde el amor existe, existe también –en sus niveles fundamentales o superficiales- la posesión y la no posesión; por lo tanto, donde existe la posesión y la no posesión –aunque no sea en la realidad sino en forma de juego- “existirá también el amor o al menos algo que ocupa el lugar de éste”.

Simmel refiere algunos recursos de la coquetería. Uno de ellos sería mirar por el rabillo del ojo.  Fisiológicamente, dice, esa forma de mirar no puede durar más de unos segundos, así que no más comenzar ya debe preparar su propio cese. Esto le da el encanto de lo furtivo, de lo clandestino, y por eso une inseparablemente el y el no. “La mirada plena, de frente, por muy íntima y anhelante que sea, no tiene nunca ese matiz específico de la coquetería”.

Otro recurso es el movimiento ondulatorio de las caderas, el andar contoneándose. Además de acentuar instintivamente “las partes más atractivas del cuerpo” desde el punto de vista sexual sin mostrarlas, claro, guardando la necesaria reserva, esa manera de caminar alude al ritmo alternado de la oferta y la negativa.

La coqueta puede apelar también a entretenerse con objetos que están más allá de la otra persona aunque le pertenecen: perros, flores, niños. Es como si enviara un doble mensaje. Dice: “no eres tú el que me interesas, sino este perro, estas flores, estos niños”; pero al mismo tiempo, dice: “este es el juego que represento; si me ocupo de estas cosas es por interés hacia ti”.

Según Simmel, habría tres formas de la coquetería. La coqueta aduladora, en su juego de atracción y rechazo parecería decir: no dudo de que eres capaz de conquistarme, pero yo no quiero dejarme conquistar. Por su parte, la coqueta despreciativa obra como si dijera: me gustaría dejarme conquistar, pero tú no eres capaz de hacerlo. Finalmente, la coqueta provocativa adopta actitudes que podrían traducirse como: quizá tú puedas conquistarme, quizás no; prueba a ver qué pasa (Pág. 15).

De una u otra forma, la mujer coqueta juega a incentivar el interés del hombre; su arte consiste en llevar ese juego lo más lejos posible sin tomar la decisión por sí o por no. Porque la coquetería termina cuando la decisión definitiva ha sido expresada. Coquetear con un hombre, dice Simmel, es a un tiempo considerarlo el otro término de la relación, y usarlo de instrumento, a veces para el propio placer, otras para despertar interés en un tercero que es el que verdaderamente le importa a ella. Esto está permitido por la doble significación de la palabra “con”: instrumento y correlato. Pero Simmel advierte que no es posible convertir a un hombre en simple medio sin suscitar a la vez una reacción y una relación en reciprocidad.

Por último, Simmel se refiere al recurso de la ocultación, al hecho de “cubrirse a medias”, que puede entenderse en sentido físico pero también, luego, en sentido espiritual. Se trata del hecho de que la exhibición es alterada por una ocultación y negativa parciales, “de suerte que el todo es representado en la fantasía con mayor insistencia”. La oposición que se genera entre la imagen de la fantasía y la realidad que se manifiesta incompleta, produce el hecho de que “el deseo de la totalidad se hace tanto más consciente e intenso” (pág. 17).

Al efecto señala que la etnología actual –la de su tiempo, que sigue siendo confirmada en este punto- da como seguro que la ocultación de algunas partes del cuerpo, como el vestido en general, no tienen relación con el sentimiento del pudor sino más bien con la necesidad de adorno y con la intención de producir un estímulo de carácter sexual. Más que encubrir las partes atractivas del cuerpo, las realza llamando la atención sobre ellas. El adorno no puede cumplir su función sino encubriendo la parte adornada. La negativa, la ocultación, se produce en el mismo acto de la acción llamativa y el ofrecimiento. Simmel ve en esto cómo, en el primer estadio de la indumentaria, una necesidad óptica establece la simultaneidad del sí y el no, que es la fórmula de la coquetería.

Así, lo oculto y apenas insinuado despertaría más interés y deseo que lo que se muestra abiertamente. Y no sólo se refiere a lo material: también pueden ocultarse los pensamientos, las intenciones, la historia pasada, la verdadera forma de ser.

Un caso de semi ocultación espiritual, entre los más típicos, consiste en enunciar algo que no es propiamente a lo que la mente se refiere; por ejemplo, la paradoja, o una amenaza en broma.

“Hay una escala gradual de tales formas, desde la afirmación hecha totalmente en serio, aunque acompañada de una leve auto-ironía, hasta la paradoja enorme o la modestia exagerada, que nos deja sin saber si el que habla se burla de nosotros o de sí mismo” (pág. 22).

 

Cada una de las manifestaciones de esta escala puede servir a la coquetería femenina o masculina: el sujeto, semi oculto tras su manifestación verbal, al mismo tiempo se ofrece y se escapa de una posible aprehensión inequívoca.

Existen entre los sexos muchas clases de relaciones como amistad o su negación; comunidad de intereses, apoyo mutuo; solidaridad bajo un común denominador religioso o social; cooperación para fines objetivos o familiares, dice Simmel –podríamos agregar otras, sin duda-. Pero estos tipos de relaciones son humanas en un sentido universal y pueden darse entre personas del mismo sexo. En cambio, “la relación de la mujer con el hombre, considerada en un sentido específico e incomparable, se agota en la concesión y la negativa”.

En ese juego de concederse y negarse “que sólo ellas pueden hacer con plenitud” (pág. 24), reside el poderío de las mujeres frente a los hombres, ya que son ellas las que en definitiva eligen. Esta antítesis “sirve de fundamento al sentimiento de libertad, a la independencia del yo tanto de uno como de otro, a la sustantividad del sujeto allende los contrarios”. La coquetería es la forma de ejercitar ese poder en forma duradera. En numerosos casos se ha podido observar, dice Simmel, que las mujeres muy dominantes son también muy coquetas.

La indecisión femenina que mantiene en vilo al hombre es sólo aparente; en su interior ella ya sabe lo que quiere. El sentido de toda la situación de coquetería es ocultar esa decisión.

El hombre objeto de ese juego permanece como desorientado, sumido en la vacilación y la incertidumbre. Pero se presta a él porque extrae para sí un cierto placer originado en la oscilación entre sí y no, en el encanto del quizás que le promete felicidad y le provoca el temor de jamás alcanzarla.

“Es muy verosímil que nos encontremos aquí efectivamente ante una evolución histórica -en lo que se refiere al elemento psicológico-; porque sabemos por experiencia que el sentido de placer se extiende a momentos tanto más lejanos, alusivos y simbólicos del erotismo, cuanto se trata de personalidades más cultivadas y refinadas”, dice Simmel. (pág.30).

 

 

En efecto, es en los apenas perceptibles gestos que prometen más donde se encuentra muchas veces mayor placer que en el gesto erótico totalmente realizado. De modo que el hombre no es objeto pasivo sino que oscila entre cierta resignación y la actividad de conquista, en una inquietud espiritual generada por el misterio y que la coqueta sabe provocar.

Ahora bien: se da también el caso de que él se involucre en el juego sin querer realmente un sí ni temer un no. Entonces el juego tiene interés en sí mismo y le proporciona placer por su propia dinámica y no por lo que anticipa. El centro y eje de las atracciones ya no es tanto el arte de agradar –lo que todavía arraiga en la esfera de la realidad- sino el arte de agradar. La coquetería deja el papel de medio para adoptar el de fin: lo que constituía goce pasa a esta segunda forma; la provisionalidad se convierte en algo definitivo. En este caso, para el hombre también puede ser un arte.

De acuerdo a la definición que Kant dio de la esencia del arte: ser una “finalidad sin fin”, se puede constatar cómo toda obra de arte que carece de un fin fuera de sí misma, presenta sin embargo sus partes llenas de sentido, conectadas unas con otras, ocupando cada una un sitio como necesariamente; pareciera que todas concurrieran hacia la consecución de un fin determinado.

En la actividad de la coqueta sucede algo semejante. Ella se conduce con plena “finalidad”, pero rechaza el “fin” a que se supondría que tendría que apuntar su conducta; lo convierte en el placer subjetivo del juego. La diferencia entre el arte y la coquetería reside, sin embargo, en que mientras el arte se sitúa más allá de la realidad, la coquetería, “aunque también juega con la realidad, es sin embargo un juego con la realidad”. La coquetería no extrae su encanto de formas puras del sí y el no, ni de la relación abstracta entre los sexos. Pone en interacción sensaciones y sentimientos reales. La coqueta y su pareja no juegan con apariencias de la realidad, sino con la realidad misma.

Hay otra analogía entre coquetería y arte, según Simmel. Se dice que el arte “permanece indiferente a su objeto”. Esto significa que los valores que el arte toma de las cosas no son alterados cuando estas cosas se estiman según criterios no artísticos. Por su parte, la coqueta considera todas las cosas como instrumentos de sus intenciones, sin respetar los valores de cualquier otra clase.

“Así como al artista todas las cosas le sirven, porque no quiere de ellas sino la forma, así a la coqueta le sirven también todas, porque no quiere de ellas sino que se acomoden en el juego de guardar y soltar, de ofrecer y negar” (pág. 39).

 

Si el arte toma de las cosas exclusivamente la forma y por eso consigue situarse más allá de la significación real de esas cosas, es eso lo que le permite aparecer siempre como decidido, definido. En la coquetería, el estar más allá de las cosas se produce porque, reconociendo la significación de cada cosa, de inmediato la anula abrazando la significación contraria con el mismo fervor, aunque sólo sea como posibilidad, alusión, matiz y segundo término.

El arte puede aparecer como un juego, dice Simmel, porque ante los contenidos de la vida sólo toma en serio una categoría con exclusión de todas las demás. “En cambio, si la coquetería es juego, es porque en general no toma nada en serio” (pág. 40). El arte, además, como no le interesa la realidad, está sobre la posesión. La coquetería no está sobre sino más bien entre la posesión y la no posesión, y su razón de ser consiste en mantener en “equilibrio fluente” la participación que tiene en uno y otro término, o en mezclarlos de manera que continuamente uno anule al otro en un proceso interminable.

         Es oportuno aquí establecer la diferencia entre coquetería y seducción, concepto tan afín, aunque Simmel no la explicita. A nuestro criterio, ambos tienen en común el mostrar y mostrarse desplegando el mejor repertorio de recursos ante quien se pretende interesar. Pero mientras la primera mantiene ese desinterés por el desenlace, como se argumenta en el paralelo anterior, la seducción apunta francamente a obtener lo que desea. El seductor considera su éxito más significativo cuanto menos le ha costado en tiempo y esfuerzos.

         Para Simmel, el dualismo de la coquetería no sólo no contradice sino que simboliza la unidad interior de la mujer, esa unidad que hace que ella juegue en el erotismo al todo o nada, donde el todo no se limita a lo externo.

“Parece en efecto ser experiencia general del sentir masculino que la mujer -y justamente las más profundas, las más entregadas, las más inagotables en su encanto- conserva y reserva, en los más apasionados abandonos y ofrendas, cierto enigma último, indescifrable, inconquistable”. (pág. 43).

 

No es un límite puesto deliberadamente por la mujer, sino un rasgo de su personalidad. No son las coquetas ni “mujeres malas”, ni profesionales del comercio del cuerpo, ni de poca espiritualidad. Por el contrario, la coquetería nace de un tener algo interior que se ofrece y se preserva, se da y se retiene. Así se explica que hombres para quienes la seducción exterior carece de eficacia, “se entreguen conscientemente al encanto de la coquetería, con el sentimiento de que ésta no rebaja ni al sujeto ni al objeto de ella” (pág. 45).

Por otra parte, el filósofo constata que hay gran número de relaciones humanas que encuentran en la relación entre los sexos su forma ejemplar. La profunda e irreductible soledad metafísica del individuo, de la que todo intento de superación por la entrega de uno a otro es una salida por el infinito, ha recibido en esa relación una forma de matiz peculiar, que quizá sea la más sentida de todas: una especie de prototipo.

Así, la coquetería sería una forma muy generalizada de proceder que no se limita ni rechaza ningún contenido especial. Las mujeres y los hombres, con mucha frecuencia, coquetean prolongando la indecisión, dando un ‘no pero sí’ o un ‘sí pero no’, aun en situaciones de la mayor seriedad: negocios, política, creencias, partidos, doctrinas, compromisos laborales o sociales.

“Es la forma con que cristaliza la conducta positiva la indecisión de la vida, que hace de la necesidad no diré virtud, pero sí placer. En ese jugar –aunque no siempre unido a la emoción del “juego”- a acercarse y alejarse, a retener para soltar, a soltar para recoger, a darse, por decirlo así, a prueba, con la muda intención de reservarse; en toda esta manera de conducirse ha encontrado el alma la forma adecuada de su relación con muchísimas cosas” (pág. 50).

 

Quizá sea chocante desde el punto de vista moral, pero esto tiene mucho que ver con cierto carácter trágico de la existencia, cuando es preciso decidir sin tener seguridades, cuando es necesario obrar junto a otros que apenas se conoce, cuando lo incierto supera lo conocido.

Y tiene que ver, sin duda, con el misterio de cada persona que se oculta a los ojos de los demás tanto como se brinda, con la soledad irreductible del yo más íntimo[2].

El filósofo alemán alude a un psicólogo-sociólogo francés (no registramos a cuál) que ha explicado la coquetería en términos culturales. El aumento de cultura habría aumentado también la excitabilidad y el número de las formas estimulantes, lo que habría producido mayores necesidades eróticas en los hombres. Como no es posible poseer todas las mujeres atractivas –en los tiempos primitivos no habría abundancia de formas atractivas- la coquetería permitiría remediar ese inconveniente porque da lugar a que, potencialmente, de manera simbólica, “la mujer pueda entregarse a gran número de hombres y el hombre poseer a gran número de mujeres” (pág. 48).

         Simmel, que escribió este estudio hace alrededor de cien años, no tiene en cuenta, naturalmente, el devenir posterior a la revolución de las costumbres de los años sesenta del siglo XX. No habla de que al margen de ese comportamiento refinado y de considerable contenido humano que es o puede ser la coquetería mesurada, por así llamarla, existe la coquetería “descocada”, ese juego constante e indiscriminado que ofrece a todos los hombres -o a todas las mujeres- una incitación artificial al contacto sexual, como se ha generalizado de manera considerable en las últimas décadas en los contextos urbanos.

A la mirada masculina, típicamente centrada en lo externo, en la apariencia, se corresponde una cierta ansiedad femenina por mantener esa apariencia en estado óptimo.  A la reducción machista de la mujer a su cuerpo, ésta responde con una afirmación hembrista de atraer las miradas negando que esté intentando hacerlo, y pretendiendo no producir ningún efecto indeseado. Y semejante reducción atenta contra la calidad humana de la relación entre los sexos.

Esto plantea el filósofo español Aurelio Arteta en un artículo que, por cierto, suscitó polémica[3]. Lo había publicado a propósito de la apreciación de cierto fiscal que había ligado el clima moral al aumento de los delitos sexuales. Sin justificar en absoluto las reacciones masculinas delictivas como la violación, condenada sin paliativos, Arteta trata de comprender cómo se produce el juego de la coquetería en un contexto en que parecen haberse consagrado dos supuestos, “dos de las columnas vertebrales más mezquinas de nuestro tiempo”.

Uno de ellos es “la reducción de todo problema práctico (o sea moral) a una cuestión de derecho”. Planteada la conveniencia o inconveniencia de una conducta, se pregunta solamente si el sujeto de tal conducta tiene (o no) derecho a ello. Aplicando un procedimiento “tan cómodo como necio”, el qué de un problema se reduce al se puede o no. “Y del se puede se pasa enseguida al se debe, de igual modo que, si algo resulta legal, entonces pasa a ser perfectamente legítimo. Esta indebida inflación del punto de vista jurídico se erige en dogma de fe democrática”. En consecuencia, bajo el pretexto de respetar a las personas y tolerar sus ideas, se impide que pueda haber un juicio respecto a la verdad de sus ideas o al valor de su conducta.

El otro supuesto es la reducción de lo moral a lo normal. Lo que comienza siendo sociológicamente mayoritario, estadísticamente corriente, acaba siendo lo moralmente debido. “Si algo es habitual, entonces es como debe ser”.

A partir de ambos tópicos, Arteta considera que la satisfecha opinión común dirá que la mujer es muy dueña de vestirse como quiera y hacer los gestos que le dé la gana. Esto es totalmente cierto desde la legalidad y la normalidad y seguramente será aplaudido sin reservas por muchos hombres, aunque tal entusiasmo “no sea signo indudable de ardoroso feminismo”. Lo alarmante, desde su punto de vista, es que las mujeres defiendan su derecho sin restricción como si no acarreara deber alguno, pese a que tiene a otro como destinatario forzoso. No es seguro, opina el filósofo, que siempre se haga buen uso de esa libertad sexual, “cada vez al menos que propicia el mal uso de la libertad sexual del varón”. Por otra parte, como en el caso de otras libertades, el hombre ha ejercido y ejerce mal la suya en detrimento de la libertad de la mujer.

Arteta deja bien sentado que de ninguna manera piensa que la violencia masculina esté sistemática precedida por una provocación femenina.

“Primero, porque habrá casos morbosos que no requieran la menor instigación ajena. Después, porque son ciertas industrias del ocio y de la publicidad, y no la mujer misma, las que parecen favorecer aquella violencia. Y sobre todo, porque sería absurdo que alguien animara voluntariamente a cometer un delito del que fuera a ser su víctima segura”[4].

 

Pero le parece obvio que muchas mujeres producen ante el hombre un estímulo artificial objetivo al contacto o a la aproximación sexual. Lo hacen de forma tan natural, y es tan común y tan arraigado ese papel, que bien podrían algunas confesar sinceramente que son inconscientes del efecto que suscitan su escote, su falda, sus transparencias y demás. Pero Arteta cree que, por lo general, lo saben muy bien, aun cuando no tengan intención de provocar. Esto se revela en los gestos de cuidarse, o en el malestar ante la mirada masculina.

En definitiva, dice, el modelo femenino triunfante se ocupa con frecuencia en el “contradictorio empeño de ocultar lo que se enseña, de disimular por un lado lo que se muestra por otro, de negar lo que a todas luces se afirma”, oscilando siempre entre su voluntad y su conciencia.

Por su parte, los hombres, en una especie de “esquizofrenia consentida”, tienen que comportarse como si no vieran lo que ven, y como si no quisieran lo que quieren. Lo que “una dama como Dios manda (o sea, como la opinión común ordena)” espera de un caballero, no es que reacciones persiguiéndola como un fauno: eso contradiría su voluntad. En cambio, sí espera que al menos le dirija “medias miradas a sus medias y sinuosas miradas a sus senos”: con esto satisfaría su autoestima al tiempo que dejaría tranquila su conciencia.

Cuando este juego se perfecciona, se disimula el mismo disimulo. Se pregunta Arteta si entonces no nos encontramos ante una gran mentira, una colosal hipocresía y si no es llegado el momento de combatirlas. Piensa que si hay coquetería, tiene que ser consciente; la coquetería que finge ignorarse es mentira o farsa. E implica peligros ciertos.

Uno de ellos es que la coquetería que apela a los mecanismos más elementales, que confunde seducción con mostrar el cuerpo, puede degradar a las personas; en cambio, la que pone en juego elementos más profundos de la personalidad, al apelar a la libertad, puede elevarlas[5]. Otro peligro es el refuerzo de esa cultura voyeurista, de mirones, que manda a unas lucir perfectas y a los otros, mirar pero no tocar. De este modo, se pregunta, ¿no se transforma la libertad en obligación de seducir? Las modelos, en una civilización de la imagen, se convierten en modelos: así, las jóvenes deberán estar espléndidas aunque desemboquen en la anorexia.

El costo de la coquetería inconsciente y descontrolada es pagado por todos: por los hombres que tienen que mantener una permanente actitud de arrogancia y de alerta como cazador -“ese penoso estado de bicho en celo”-; y por las mujeres que, pese al terreno ganado, deben conservar su función de objeto del deseo masculino. Parecería que demostrar su “evolución” es someterse a esta condición ancestral. Arteta se pregunta también ¿por qué no emplear tanta energía en el mucho más digno y gratificante propósito de que hombres y mujeres se conviertan al fin en compañeros libres e iguales? Entonces sugiere no dejar de lado la seducción, sino enriquecerla poniendo en juego no sólo las apariencias sino lo mejor de cada uno. “Recordar que somos sus fines más que sus medios”. Propone inducirla a que excite también nuestras mejores pasiones. Aprender a ser para el otro, dice, “además de deseables, seres admirables”.

Ciertamente, sólo la coquetería consciente puede ser responsable. Esto es, mantener los hilos del “juego” para no ser superado por él y para que no se disparen las consecuencias. Es más: sólo a partir de esa responsabilidad que puede también definirse como respeto por el otro, se puede construir una relación verdaderamente humana.

Por su parte, André Maurois[6] piensa que la coquetería, “es decir, el juego deliberado de las alternativas”, parece hecho para despertar y mantener el amor. Pero la “coquetería prolongada mata el amor”, afirma y prueba con ejemplos literarios. Luego hace una propuesta que interesa considerar.

“Si, del mismo modo que el médico hace alternar en los pulmones del operado un gas asfixiante y oxígeno, la coqueta mezcla a sus rigores la suficiente esperanza para no matar a su paciente, este juego es casi irresistible. ¿Hay que jugarlo? Creo que los mejores, entre los hombres y las mujeres, renuncian, bien por amor, bien por bondad, a las ventajas que les proporcionaría, casi seguramente, la coquetería. Hay cierta grandeza en decir: “Sé que declarándole mi amor me pongo a merced suya, pero me satisface hacerlo”. Si el compañero es indigno de esta confianza, entonces es necesario administrarle, de vez en cuando, dosis homeopáticas de coquetería. Si el compañero es digno de un abandono total, un hermoso amor, mutuo y confiado, podrá nacer”. (Pág. 63). [La bastardilla es del autor]

 

Renunciar a jugar a la coquetería conociendo no sólo sus posibles ventajas sino también su lógica y sus recursos, es ciertamente un acto de grandeza. Es depositar en el otro un grado elevado de confianza y de respeto. Ciertamente, es menos divertido en muchos sentidos, pero hay otras ganancias si la persona vale lo suyo. Quizá sea la forma de ir más directamente hacia el intercambio y la relativa posesión de aquello que se considera admirable en el otro. En todo caso, es compartir con el otro las mismas herramientas para un juego igualitario. Y esto no necesariamente se hace a costa de una pérdida de atractivo. Las personas tienen mucho para explorar, para descubrir, para descubrirse, y no es previsible que el misterio se acabe en un intercambio incipiente.

Existen relaciones humanas –entre parejas, entre amigos, socios, camaradas, colegas- que se prolongan a través del tiempo; que incluso abarcan la vida de cada uno de quienes están comprometidos en ellas, sin llegar a agotarse. Las personalidades ricas, creativas, emprendedoras; o bien las concentradas en el estudio o la reflexión; o las dedicadas a diversas formas de servicio a los semejantes, o a la exploración y el descubrimiento; en fin: las personalidades que optan por desplegarse y multiplicar sus talentos aprovechando a fondo las posibilidades que les brinda la vida, son capaces de construir relaciones estimulantes, apetecibles y susceptibles de mantenerse sin agotamiento.

Juegan el juego de la novedad dando y dándose en un movimiento generoso y abierto, sin apelar al ocultamiento simultáneo. La riqueza de las relaciones no está centrada entonces en el misterio que persiste como un fondo irreductible, tanto más denso cuanto rica es la personalidad, sino en el intercambio generado, en las perspectivas diseñadas, en las puertas abiertas, en los desafíos planteados.

¿Estamos rechazando la coquetería? No necesariamente. Sólo pretendemos darle un lugar, un espacio reservado quizá a un momento inicial en la aproximación, que reconocemos harto interesante cuando se trata de la relación entre los sexos en el contexto de nuestras culturas urbanas. Pero con límites posteriores tanto en éste como en otros ámbitos. No rechazamos la coquetería, y menos cuando se asume de manera consciente y responsable, como quiere Aurelio Arteta.

La coquetería implica el conocimiento de ciertos códigos que, aunque permanecen en sus componentes principales, son cambiantes. Para conocerlos hay que practicarlos: he ahí una dificultad para muchos hombres y mujeres que no están habituados, y que da ventaja a quien sí los conoce. Pero aún conociéndolos, cada relación es personalísima y los códigos son aplicados de manera flexible, cuando no implícita o explícitamente abandonados.

Nuestra mayor objeción se plantea desde el punto de vista de la seriedad. No se trata de que ésta impida el juego, condimento atractivo de las relaciones. Se trata de que los sujetos implicados sepan dar las señales adecuadas en cuanto a los auténticos límites de la situación de juego, no sólo por sus antecedentes y los componentes de su personalidad, eso que puede hacerlos admirables y deseables, como quiere Arteta, sino también por signos específicos que no deberían dejarse de lado aunque no sean tan explícitos que arruinen el juego mismo. Esto es: manejar la ambigüedad, las insinuaciones y otros elementos que construyen la situación de juego, sin por eso llevar a la otra persona a estados de confusión, perplejidad o ansiedad que afecte su sensibilidad. Menos aun, generar señales de rechazo, desprecio o instrumentación de la persona para fines no compartidos.

Mantener el juego en los límites que el juego mismo se da con el acuerdo de los participantes, es mantener la seriedad y la integridad personal sin necesidad de arruinar el interés que el juego de la coquetería puede tener.

La seriedad, se sabe, está en relación con la verdad y con la responsabilidad. Los juegos, incluidos la coquetería, pueden jugarse sin necesidad de traicionar estos valores.

En este punto queremos hacer una breve aplicación de esta reflexión sobre la coquetería a la política en cuanto ámbito de relaciones específicas.

Lo primero que podemos anotar es que la coquetería forma parte de los procedimientos de seducción que suele desplegar el líder político respecto de aquellos a quienes quiere sumar a su causa. También forma parte de ciertas situaciones en que se pide a los líderes que se definan por una u otra opción difícil, sobre todo cuando su voto es decisivo. En uno u otro caso nos parece que podríamos aplicar las consideraciones de nuestros pensadores.

Con George Simmel diríamos que la coquetería puede reflejar ese dar y reservarse que necesariamente forma parte de la actividad política. Sin embargo, aquí es necesario poner fin al juego asumiendo posiciones sin demasiadas dilaciones. Aun cuando el mejor de los líderes sepa guardarse para sí un núcleo de convicciones que hacen a la consistencia de su personalidad, son sus decisiones y la historia de sus ideas y conductas las que conforman una imagen que hace esperable de él cierto tipo de opciones y no otras. Entonces el margen de la coquetería se reduce en cierta manera si quiere ser fiel y previsible a su propia trayectoria.

Siguiendo a Aurelio Arteta, quizá podamos ver en algunos líderes un cierto grado de exceso de coquetería y hasta cierta provocación. Pero también podemos tomar de su propuesta esa demanda de que cualquier forma de seducción, cualquier forma de sorprender y atraer las miradas –y los votos- sobre sí, los haga el político en un grado aceptable para ser respetado y admirado. Esto dará consistencia y coherencia a su carrera y gratificará a sus seguidores con la sensación de no haber confiado en él en vano.

Con André Maurois, en fin, nos parece aceptable y hasta preferible que, en el plano político, el líder renuncie a la coquetería de suspender el sí o el no para mostrar la racionalidad y el fundamento de sus argumentos, para declarar con claridad cuáles son sus objetivos y los móviles de sus opciones, y para sostener la fidelidad a la serie de pactos que va haciendo con sus seguidores, sus votantes y sus conciudadanos.

Una cosa es manejar responsablemente cierto grado de coquetería que permite un juego ventajoso del poder que se tiene o se quiere obtener, manteniendo no obstante sin contradicción los principios que se han enunciado al iniciar la actividad política, o al formular un programa o un plan de acción, y otra llevar el juego al extremo del transfuguismo paralegal e ilegítimo, haciendo de la voluntad de los votantes y del espíritu de las leyes instrumentos de las ambiciones personales.

Nuestra conclusión es, entonces, que la coquetería es un juego interesante para la relación entre las personas, condicionado a la responsabilidad y sin renunciar a la seriedad con que tratamos de estructurar nuestra trayectoria de vida pública, privada e íntima.

 

(*) Publicado en Temas de Filosofía Nº 10. Salta, Centro de Estudios Filosóficos de Salta, CEFiSa, 2006

 

 

 

Bibliografía sumaria

ARTETA, Aurelio (1995). “Unos y otras”. El País, Madrid, 25 de noviembre de 1995. Pág. 13.

_____________ (1996) “El precio de la seducción”. El País, Madrid, 20 de enero de 1996. Pág. 14.

MAUROIS, André (1948). Un arte de vivir. Buenos Aires, Librería Hachette.

SIMMEL, Jorge (1924). Filosofía de la Coquetería. Filosofía de la Moda. Lo masculino y lo femenino y otros ensayos. Madrid, Revista de Occidente.

 

 

 

 

[1] Jorge Simmel. Filosofía de la Coquetería. Filosofía de la Moda. Lo masculino y lo femenino y otros ensayos. (1924) Madrid, Revista de Occidente. Las referencias al número de página, entre paréntesis en el texto, se refieren a esta edición.

[2] Consignamos simplemente que las reflexiones de George Simmel fueron recogidas y desarrolladas más recientemente por Erving Goffman y su microsociología. Cf. Erving Goffman (1994). La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires, Amorrortu editores. (Primera edición en castellano, 1981). Isaac Joseph (1999). Erving Goffman y la microsociología. Barcelona, Gedisa editorial.

[3] Aurelio Arteta. “Unos y otras”. El País, Madrid, 25 de noviembre de 1995. Pág. 13.

[4] Idem

[5] Aurelio Arteta. “El precio de la seducción”. El País, Madrid, 20 de enero de 1996. Pág. 14.

[6] André Maurois. Un arte de vivir. (1948) Buenos Aires, Librería Hachette. 24ª Edición. (1ª edición en español, 1939).

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